Como niñas fantasmales
Foto: IA
Universidad Externado
Lina Botero Valencia
A ella no le gustaba escuchar que me quejara, aunque no siempre lo hacía. Yo intentaba entender, aun en esos días en los que dejaba de lado mis sueños. A ella le gustaba la quietud cuando mostraba una apariencia adulta. Ese día intenté complacerla. Un hombre llegó por la mañana y lo único que se escuchaba en la casa era a todos arreglando cada detalle para causar una buena impresión. Yo esperaba en el rinconcito debajo de las escaleras a que ella llegara para darme las instrucciones.
-Recuerda estar seria, pero sonríe un poco; no quieres que crea que eres amargada. Y jamás olvides los buenos modales; es importante que piense que eres la indicada, ayudarías mucho a la familia.
Dos minutos después, un hombre con cara de monstruo estaba frente a la puerta. Recuerdo mi primera impresión: su barba pronunciada, un sombrero pequeño en la cabeza y, aunque mi madre repetía su nombre, a mí me seguía pareciendo un huevo cortado a la mitad con panza abultada. Tenía el tamaño de un dinosaurio joven. Yo solo miraba, intentando asimilarlo como mi nueva realidad. Pensaba: si el matrimonio es por amor, ¿por qué debe ser impuesto? Yo solo quería que me trajera una muñeca de trapo, pero llegó con arreglos familiares, tratos y fechas estipuladas para el evento. Esperaba un saludo de su parte, un trato cortés, pero, al verlo, sentía que carecía de buenos modales. ¿O era porque yo era una niña? Pero eso no le importaba a nadie. Habló solo con los adultos, y me preguntaba si tal vez debía casarse con uno de ellos. Pero no era así. A él le parecía más divertido entregarle el anillo a quien hacía apenas cuatro meses había apagado la vela de su cumpleaños número 13.
A las niñas se nos ha enseñado a jugar al papá y a la mamá, pero en ese juego la mamá es mayor, con sueños cumplidos, dispuesta a compartir su amor con alguien que realmente desea. Si así fuera la realidad, probablemente me gustaría más; podría ver a un hombre sin pensar en un enemigo y sentiría la familia como un refugio de amor consensuado, no como un deber infame. Esa tarde me sentí invisible, como el resto de mi infancia, pero esta vez más intensamente. Solo durante 20 minutos sostuve una conversación sin reciprocidad. Fue una cuestión de compromiso por parte de quien sería mi futuro esposo, quien intentó charlar conmigo como si fuésemos iguales, compartiendo experiencias y edad. No entendía qué esperaban de mí quienes estaban ese día haciendo preparativos para llevar a una niña al cautiverio.
El día llegó más rápido de lo esperado. Recuerdo la cara de satisfacción en mi familia, sintiendo orgullo por el que creían sería el mejor día de mi vida, o quizás el segundo, porque esperaban con ansias un nuevo descendiente. No recuerdo muchas cosas de ese día; mi mente las eliminó como defensa. Estuve presente en todo el proceso, pero, aunque mis pies estaban en el altar, mi mente estaba en cualquier otro sitio que pudiera recordar. Me sentí libre al revivir los momentos más valiosos de una etapa que terminaba sin ser el momento adecuado.
El viento movió mi cabello y me sentí nuevamente en los domingos por la tarde, cuando iba por helados a casa de mi abuela y nos sentábamos en el pequeño andén con flores. Las horas pasaban mientras me contaba historias y jugaba con su gato Elías, que siempre movía la cola al verme. Hasta sentí el olor de los chocolates que hacía mi madre para llevar al mercado, tan deliciosos que no podía evitar ir a escondidas para llevarme algunos y compartirlos con los niños del pueblo.
¿Cómo le explicaba a esa niña que ahora debía prepararle la cena a su marido, cumplir responsabilidades sexuales, generar calidez en su hogar, traer nuevos seres al mundo, ser una dama y esposa ejemplar? Ese día, bajo el sol que encandilaba mis ojos, se consagró una unión. Quien llevó la ceremonia agregó las palabras más bellas que pude oír:
- Es aquí donde nace un nuevo ser, uno que está unido en mente y corazón por dos personas que en su individualidad construyen la unificación y caminan juntos por los senderos de la vida”.
Pero mi alma se destrozó, sabiendo que aquello no era así. Lo único que deseaba era volver a mi cama y abrazar a mi elefante de peluche, no irme a una noche de bodas. Al finalizar con esas palabras oficialmente estaba casada, y en mi lecho de muerte infantil solo vinieron a mí estos pensamientos: para mi madre, furia; furia a todo aquel que no comprendió el sagrado proceso de la niñez; al que me desposó para luego llevarme a casa esperando que le sirviera, que fuese hogar y ojos enternecidos; furia por no entender que lo único que necesitaba eran más horas jugando en la parte trasera del patio; a quienes asistieron, a quienes aplaudieron, a quienes sirvieron las bebidas con las que después se brindaría, a quien no escuchó, a quien no ayudó ni recurrió a preguntar qué quería, qué necesitaba, si estaba de acuerdo; a todos ellos les derramo mis sentimientos más feroces y malvados. Al final, las buenas costumbres no han servido de mucho, y el peor día de mi vida fue el claro ejemplo.
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Dedicado a las 198 niñas que fueron casadas en el año 2021 en Colombia y están registradas por el informe de la Unicef de septiembre 2023, quienes representan el 73,4% de infantes conyugadas siendo menores de edad en el país, con hombres que eran al menos 20 años mayores que ellas. Para todas aquellas que no tuvieron la oportunidad de ver que la ley les cumpliera.