Dame un beso, como varón
Valeria Sierra Cardona
Universidad Javeriana de Cali
Terciopelo rojo drapeado en diferentes capas, brillantes pegados con finura en las terminaciones de la tela, tacones de más de quince centímetros, el pelo recogido y perfectamente engominado, un maquillaje bastante femenino, lleno de glamour, simplicidad, erotismo y autenticidad. Llega la hora de la salida. Hay silencio en el ambiente, intriga, ansias por ver el espectáculo que está a punto de llevarse a cabo. Suenan sus pasos por la tarima, el sonido acomodándose un poco y, así, sale Dolores con los hombros al descubierto, los bíceps igual de marcados que el pecho, su vestuario impecable y su presencia que despierta en cada espectador una emoción difícil de explicar en palabras.
Sentirse insuficiente es un sentimiento desagradable. Precisamente por eso Nicolas Zúñiga, cada vez que tiene la oportunidad, dice que es algo que no le desearía a nadie. La insuficiencia suena como un concepto complejo, pero no es más que sentirse incómodo con la realidad que estás obligado a vivir, saber que nunca has encajado en los estereotipos, que la gente cuestiona tus gustos, que al caminar en la calle te miran raro y que las personas en tu entorno no dan ni un centavo por lo que será tu futuro.
Desde pequeño, las jaulas han sido un común denominador en la vida de Zúñiga. Cada que daba un paso en su vida, de alguna u otra manera se sentía forzado a entrar en una. El hecho de mudarse a Madrid y tener que pasar sus recreos en un cuarto rodeado de alambres, con poca luz y poco aire, era igual de incómodo que tener que estar en Cali, su ciudad natal, en un salón de clases escuchando a un profesor hablar de la gravedad, de radios o fórmulas químicas. Incluso, se sentía igual de incómodo cuando le decía a su abuela “dame un besito” y ella respondía “un besito no, un beso, como varón”.
No era suficientemente hombre, ni buen estudiante. No podía encontrarse, ni tampoco sabía cómo reconocerse. Se había graduado del colegio raspando, únicamente sobresaliendo en su don de gentes y sus habilidades blandas. La universidad no la terminó. Era una confusión a la que no podía ponerle nombre, un dolor de estómago que no sabía cómo curar, una impotencia que le carcomía la mente todas las noches cuando en sus épocas de adolescencia se sentaba a diseñar tacones y sus pensamientos no lo dejaban tranquilo. “¿Por qué a vos no te gusta el fútbol o los carros?”.
Irónicamente, tantas confrontaciones, tantas opiniones y tan poca confianza en sí mismo fue lo que le dio origen a uno de los capítulos más retadores en su vida, pero con las respuestas que necesitaba para empezar a sanar todas esas heridas que había recolectado con el pasar de los años. La Universidad de los Andes, el pregrado de artes y el programa de diseño textil nunca supieron más de su estudiante, no les llegó ninguna notificación de que, después de cuatro años en esas aulas, no asistiría a ninguna otra clase.
Cuando estaba a punto de finalizar su carrera se dio cuenta de una vez por todas de que la academia no funcionaba para él. Podía ser su profesión ideal, ver unas cuantas clases que le apasionaban y tener amigos que parecían hermanos, pero estar sentado escuchando a un profesor hablar, pensando en entregas, viendo cuántas lecturas tenía y preparando parciales no era lo suyo. Su atención era muy dispersa para ese tipo de aprendizaje. Fue ahí, en ese preciso instante, cuando dijo “¡a la miércoles!” y, por cosas de la vida, le presentaron el drag: una forma de personificar la apariencia y personalidad de cualquier persona para crear un personaje que se comportara de manera diferente. Es básicamente el performance de la masculinidad y la feminidad.
Aunque al principio su reacción fue de rechazo, porque no le gustaba nada que tuviera que ver con las personas trans, ver que existía un espacio en el que había mucha libertad en cuanto a la expresión de género le rayaba la cabeza. Sabía que eso iba en contra de cualquier principio que pudiera tener “la sociedad caleña, hegemónica y patriarcal” en la que se había criado. Pero, poco a poco, decidió abrirse, dejarse fluir. Empezó yendo a ver un espectáculo y terminó dándose cuenta de que las cosas en las que era bueno podían convivir en un solo lugar, y ese lugar era la tarima.
“Fue así como con el drag me reconecté con mi ser escénico, me devolvió la vida”. Aunque fue muy bonita la experiencia, como todo en la vida existen ciclos. Después de dedicarse en cuerpo y alma a esta expresión artística, a quedarse noche tras noche diseñando vestuarios, invirtiendo todo su dinero en materiales de calidad, en maquillaje, pelucas de pelo real, aprendiéndose repertorios completos, canciones de un día para otro y planeado cada segundo de su puesta en escena, se cansó de los malos pagos y de estar expuesto a las frías noches de Bogotá. Sabía que era uno de los únicos tres drags de la capital y eso le llenaba el pecho de orgullo. Se sentía tranquilo porque al fin había descubierto que no tenía que darle una respuesta al mundo, no tenía que forzarse a entrar en una caja, podía simplemente ser “una pluma en el viento… a donde llegue y toque, todo bien”.
La vida artística de Zoila, el nombre del drag que Nicolas representaba, había llegado a su fin. Aunque parecía definitivo, era solo el comienzo de un trayecto que llenaría de brillo su vida. Este fin se dio cuando sus padres decidieron que lo mejor para su hijo era regresar a Cali, porque ya no estaba estudiando y los costos de la manutención seguían siendo los mismos. Con la llegada a la sucursal del cielo, sobreviviendo a su vez a una tusa amorosa y pasando el guayabo de unas cuantas rumbas en la Feria de Cali, cerró esta etapa y en enero todo empezó a ponerse en su lugar.
“La vida es muy justa y precisa y sabe cuándo mostrarte las cosas que tiene que mostrarte”, menciona Zúñiga al relatar cómo de una manera inesperada y un poco en medio de ese renacer, de esa metamorfosis que estaba viviendo para convertirse más tarde en mariposa, surgió Dolores, ese personaje ideal que Nicolás no cree que es capaz de ser, pero que, entre risas y manos temblorosas, sí lo es. Dolores, en medio del simbolismo, “es esa capa que yo me pongo. Cuando estuve en el Factor X, me miré al espejo y dije: güevón, esta es tu oportunidad, este es el momento en el que tenés que hacer que esa estrella que llevas en el pecho brille a más no poder”.
Este es un pedazo de la historia de Nicolas Zúñiga, que acaba de sacar su nuevo álbum de música y quien, en tarima, es Dolores, un personaje artístico lleno de magia, erotismo, esfuerzo, disciplina y valentía, que semana tras semana se esmera en dar su mejor versión, en no sabotearse a sí mismo, en romper con la perfección y en ofrecerle a su público una puesta en escena única, cargada de energía y pasión, pero sobre todo de mucho amor.