Raúl Gómez Jattin. Foto: Juan Diego Duque
"Evita a los poetas, amor mío"
María José Aranguren
Universidad del Rosario
Aquel día, rumoroso como el viento, se levantó envuelto en el embrujo que la noche anterior había dejado impregnado sobre él. Palpitando en cada rincón de su cuerpo quedaba el rastro de un amor arrebatado entre hombres, el residuo del humo espeso de la marihuana atrapado en sus pulmones y unos versos que parecían habérsele desprendido de su propia piel. Era uno de esos días olorosos a mango y a granadillas del Sinú. Frente al espejo, su reflejo le devolvía unos labios rotos que dolían y unos ojos ardientes como colillas encendidas. El poema enemigo de la noche anterior lo aguardaba sobre la mesa, pero, una vez más, el papel no lograba expresar el llanto contenido en su alma. Dejó escrito otro antes de salir. A Raúl Gómez Jattin lo perseguía una sensibilidad punzante, dolorosa como un parto.
Cartagena tenía el esplendor arquitectónico que nunca imaginó que existiera en una ciudad. Transitaba por sus calles angostas con ese porte señorial que parecía brotarle de lo más profundo de su ser. La vía, bañada por el morado insigne de miles de flores caídas, se dejaba pisar como una alfombra por sus pies descalzos. Llevaba puesta una guayabera, la cabeza ligeramente inclinada, una sonrisa retorcida en los labios y unos ojos de gavilán que apuntaban vigilantes hacia el cielo. Entre los nidos tupidos que hacían de barba y cejas, un pájaro azul reposaba lleno de contento. Su cuerpo fornido y espigado avanzaba lento, por inercia, en dirección al mar.
Los hombres de su aldea, Cereté de Córdoba, decían que era un hombre despreciable y peligroso, y no andaban muy equivocados. Eso hizo de él la poesía y el amor. Era fruto de una juventud intoxicada. Lo llamaban loco. En vez de graduarse con honores del Externado, se esmeró en convertirse en el marihuano más conocido de la ciudad. En lugar de volverse un esposo amante, atento y servicial, se inclinó por el amor fogoso y destructor de los hombres. A cambio de hijos, trajo al mundo unos indigentes poemas que carcomían poco a poco su carne demasiado ardiente.
Raúl Gómez Jattin. Foto: Milcíades Arévalo
Pero la culpa no era suya. Fue su padre quien le inundó la mente de sueños, libros e ideas de libertad. Le enseñó a apreciar la historia, la filosofía y la geografía, sin darse cuenta del destino al que lo estaba condenando. Ahora no le quedaba más compañía que la poesía; se le fue incrustando como una plaga incontrolable que le cubría las pestañas, pasaba por su ancha frente, por las marcas de cigarrillo en sus manos hasta llegar a los pies que arrastraba por la vida. Solía decir que a los poetas les crece por la boca un árbol cuyas raíces se van enredando en el cielo, y que él fue el primero en descubrirlo.
Aquella tarde, el sol derramaba la ambrosía resplandeciente de una primavera imaginaria. Sentado sobre el muro sacó un cigarrillo que se perdió entre su bigote y se dedicó a fumar interminablemente, sumido en el silencio de las olas. La nube de humo describía sobre el aire una señal de desventura. Sintió una espantosa opresión en el pecho, asfixiante como el asma que lo asediaba de niño, pero esta vez no era una cuestión del corazón ni de los pulmones, sino de la respiración de su alma atormentada.
Una ráfaga de imágenes aparecieron lúcidas en su cabeza. Se vio dibujando sobre el horizonte que une el cielo y el mar en un mismo recuadro, como si hubiera sido ayer cuando su padre lo descubrió leyendo los cuentos eróticos de Las Mil y una Noches. Se perdió lo poco que quedaba de la bestia y volvió a ser el niño de su infancia: el gallo de ónix, oros y marfiles rutilantes que coronó campeón; los árboles de mamoncillo y mango que se erigían retoñantes en el patio de su casa; la baranda desde donde atisbaba la llegada de los barcos; las arrecheras eternas de los nueve años; la sangre y el toreo que su viejo le enseñó a contemplar; el Sinú que se arrastraba por el Valle hasta sus venas; el pavo real, la burra y los caracoles; el sol, el cielo azul, el viento y la brisa de su Cereté que lo vio crecer. “Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!”, dijo Ruben Darío.
¿En qué momento se le fue escurriendo la vida entre alucinaciones? Lo habían sacado de la casa en que aprendió a leer, de cada hotel que quiso convertir en su hogar, de cada rincón que trató de apaciguar. Intentó mitigar la locura en hospitales mentales y lo encerraron en celdas frías. Pero, ¿qué más da el lugar? El encierro es siempre el mismo. Era un condenado, y desde el fondo de esa jaula escribía versos que pretendían desangrar el claroscuro que llevaba dentro. No podía detenerse. Aunque andaba por las calles mendigando monedas o una comida caliente, sus manos siempre temblaban por un papel, buscando el verso como otros buscan hacerse ricos.
De vuelta en la habitación, se tendió sobre la hamaca a observar el sol que se moría para abrirle paso a la luna, sin poder evitar sentir en el pecho ese vacío que parecía tragarlo todo. Sabía lo que su cuerpo, cansado y viejo, le exigía para soportar otra noche más en este mundo. Alargó una mano hacia la mesita junto a la hamaca y, con los dedos temblorosos, recogió la pequeña bolsa llena de polvo blanco. Con la precisión del hábito, colocó una línea sobre la superficie de madera y la inhaló lenta, ceremoniosamente, sintiendo cómo el calor atravesaba su garganta y se desplegaba como fuego helado en su mente. Era un golpe que lo elevaba, que lo alejaba de su cuerpo marchito, de la rutina de hospitales, celdas y calles vacías. La droga se disolvía en su sangre, mezclándose con los restos de antidepresivos, ansiolíticos y demás narcóticos que le recetaban los doctores para mantenerlo "cuerdo". Pero él sabía que cuando se es tan cuerdo, el alma termina decantándose por la locura; la verdadera libertad estaba en el absurdo y en el delirio de sentir lo que la vida tiene por ofrecer.
En ese estado de exaltación, las palabras le brotaron como un río desbordado. Se incorporó, tambaleándose, en busca de papel y bolígrafo. Las leves briznas de unos versos comenzaron a florecer entre sus ideas. El día de su muerte no iría al cielo; hace rato lo llevaba dentro de él. Cartagena y Cereté se pintarían con el llanto tempestuoso de las nubes y el ritmo de los poemas, hijos suyos, que dejaría como legado. Una elegía de su indiscutible propensión a la poesía. Al loco. Al poeta. A su vida. Al terminar, releyó las palabras, todavía aturdido, todavía tembloroso. Así, sus últimos versos suspendidos en el aire…
Los poetas, amor mío, son
Unos hombres horribles, unos
Monstruos de soledad, evítalos
Siempre, comenzando por mí.
Los poetas, amor mío, son
Para leerlos. Mas no hagas caso
A lo que hagan en sus vidas.