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Las venas abiertas de Tailandia

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Foto: Suchet Suwanmongkol
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Francisco Farfán

Universidad Pedagógica Nacional

"No sé si he llegado tarde a mi cita con la verdad. Lo peor es que no lo vi pasar. Se me escapó mientras pensaba en esta celda. Borracho, miraba yo los viejos tatuajes de mi compañero, y me trajeron el aroma de la tinta de Whang Od", escribió Jerónimo Lajera en su carta de confesión, antes de ser fusilado por la justicia filipina.  

 

Era un extranjero perdido en un mundo donde las tradiciones aún gobernaban con más fuerza que las leyes. Pero, para él, cada paso hacia el exilio autoimpuesto en “Buscalan” era una búsqueda, no solo de la técnica ancestral de los Kalinga, sino de una verdad que lo atormentaba desde hacía años. Antes de llegar a aquella aldea escondida entre montañas y selvas, Jerónimo tuvo que atravesar senderos imposibles, descensos a la locura geográfica con ascensos de ½ kilómetro a la cordura misma, los cuales parecían desdibujar el horizonte, y ascender tramos empinados donde el aire se volvía tan escaso como las certezas en su vida.  "Es más fácil llegar a la luna que a Buscalan", le habían advertido. Y aunque las palabras parecían una exageración, él no dudaba de su veracidad mientras sentía la humedad pegándosele al cuerpo, el canto de los pájaros apenas audible entre la espesura y las gotas de sudor mezclándose con la lluvia que caía intermitente, como si la montaña llorara por su llegada.  

Cuando al fin puso pie en la aldea, los Kalinga lo recibieron con una mezcla de curiosidad y desconfianza. La tradición mandaba sacrificar un cerdo para honrar al extranjero, y así se hizo. Whang Od, la última matriarca del arte del "batok", inspeccionó el hígado del animal en busca de presagios. Su tamaño prometía prosperidad, pero el tejido ya comenzaba a pudrirse, algo que la anciana interpretó con gesto serio. Sin embargo, decidió seguir adelante.  El ritual del tatuaje se llevó a cabo al amanecer. La aldea entera se reunió para presenciarlo. Whang Od, con movimientos precisos, preparó las espinas de limonar que simbolizan la pureza y la conexión con los ancestros. La tinta, elaborada con carbón vegetal, agua y jugo de caña, brillaba con un tono oscuro y profundo. Con paciencia infinita, la anciana utilizó un tallo de arroz para golpear la espina contra la piel de Jerónimo, trazando patrones que parecían contar historias de épocas remotas. Durante el proceso, Whang Od habló. Le explicó cómo los guerreros Kalinga recibían sus tatuajes como prueba de su valentía y compromiso con la defensa de la tribu. Pero ahora ya no quedaban guerreros. 

-Nos hemos convertido en sombras de lo que fuimos -le dijo, mientras seguía trabajando en la piel de Jerónimo, ahora un lienzo vivo de historia y resistencia.

 

La calma fue interrumpida por el eco de disparos que rompió la serenidad de la aldea. “Jokin Ho”, la triada liderada por George Casey, un antiguo Kalinga traidor, había llegado. Su presencia traía siempre hambre de opio y sangre. Whang Od, sin apartar la mirada del tatuaje que terminaba de plasmar, le susurró a Jerónimo: “Ahora que llevas este símbolo, eres uno de nosotros. Defiéndenos”. Jerónimo sintió el peso de aquellas palabras. Como si un fuego se encendiera en su interior, se alzó con cuchillo, lanza y machete, dispuesto a luchar. La aldea entera se organizó como en los tiempos antiguos, convirtiendo sus herramientas en armas, sus cánticos en gritos de guerra. La lucha fue brutal. Cada golpe que Jerónimo daba era exacto, certero, alimentado por una rabia que no sabía que llevaba dentro. Mató a sangre fría, como si siempre hubiera sido un guerrero.  Al caer la noche, la aldea celebró la victoria. Bebieron aguardiente de arroz en cráneos tallados de los enemigos caídos. El cuerpo de George Casey yacía a los pies de Jerónimo, su quijada transformada en un instrumento para marcar el ritmo de las danzas de victoria.  

Pero la calma no duró. Las autoridades de Manila, enteradas del enfrentamiento, llegaron a la aldea semanas después. Para ellos, Jerónimo era un extranjero que había cometido un homicidio en primer grado. Alegó legítima defensa, pero su condición de forastero selló su destino. Fue arrestado, juzgado y condenado a muerte por fusilamiento. En prisión, Jerónimo transformó su celda en un taller de aprendizaje. Enseñó a sus compañeros reclusos el arte del tatuaje Kalinga y les habló de Whang Od, de los guerreros antiguos y de la conexión entre la tinta y el alma. Para muchos, aquellas lecciones fueron más valiosas que cualquier enseñanza formal: un recordatorio de que, incluso en la oscuridad, podía haber belleza.  

Cuando llegó el día de su ejecución, Jerónimo hizo dos peticiones. La primera, que no dispararan contra sus tatuajes, pues para él eran símbolos de vida y memoria. La segunda, que le permitieran morir en Buscalan, entre las montañas que se habían convertido en su verdadero hogar. Ambas solicitudes fueron aceptadas y, así, una mañana de abril Jerónimo fue llevado de vuelta a la aldea.  Whang Od lo esperaba. Con mirada solemne, lo recibió como se recibe a un hijo que regresa. Bajo la sombra de los limonares, Jerónimo fue ejecutado. Su cuerpo, cubierto de tatuajes que contaban historias de lucha, honor y pérdida, se convirtió en un símbolo más de la resistencia Kalinga. Ese día, abril, con su tristeza inherente, marcó el silencio definitivo de un guerrero nacido entre dos mundos.  

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