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No fue solo bogotazo

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Foto: Archivo personal, Arturo Pérez
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Gustavo Álvarez Gardeazábal

Escritor y periodista colombiano

Como la historia siempre la habían escrito desde Bogotá y desde su óptica, el 9 de abril de 1948, el único momento en que Colombia ha vivido una verdadera revolución nacional y simultánea, ha sido presentado durante estos 75 años como “el bogotazo”. Quizás  porque fue en Bogotá donde mataron a Gaitán y en donde los reporteros que estaban presentes en la capital colombiana por la Conferencia Panamericana, tomaron las fotografías e hicieron las notas que el mundo conoció en los días siguientes hasta mitificarnos como país violento en casi todos los diarios de aquel entonces. Pero en la provincia, el 9 de abril de 1948 tuvo alcances apenas medidos en un estudio que hizo el tolimense Gonzalo Sánchez y que, obviamente, no les interesa a los protectores del mito del bogotazo hacerle eco.

 

Supuestamente los mitos no tienen dueño pero en Colombia la intelectualidad bogotana se adueñó del amplio espectro de nuestras leyendas y solo les dio cédula histórica o novelesca a las que ellos juzgaban como valiosas. Fueron ellos, desde los días del funesto gobierno del Olimpo Radical, entre 1863 y 1886, cuando se instauró la oligarquía intelectual bogotana. Primero con Murillo Toro y todos los liberales radicales que se turnaron para ejercer la presidencia cada dos años en consonancia con las estupideces que pudieron caber en la Constitución Liberal de Rionegro. Después, cuando  Nuñez volcó el escaparate, con el veto al alimón que ejercieron don Miguel Antonio Caro y los conservadores que llegaron detrás del sacoleva del presidente cartagenero. Según esa oligarquía intelectual, que no económica, lo que se producía literariamente en provincia debía ser primero menospreciado y después calificado como poco valioso. Dentro de ese criterio se juzgó y se escribieron las historias sobre los efectos del asesinato de Gaitán, más conocido como “ el 9 de abril”. Y, lo que es peor, se siguió escribiendo la narración de los numerosos y variados episodios que hemos vivido en casi 8 décadas. Al poder del arzobispo de Bogotá y de los herederos del señor Caro le siguieron los 50 años del reinado del doctor Eduardo Santos y de el periódico El Tiempo, donde se manejaba con vetos, aplausos o prolongados silencios cualquier labor literaria o artística, fuese ella novela o pintura, poesía o historia. De esa herencia seudo liberal provienen los dueños de los últimos estertores de la oligarquía intelectual bogotana, los colegios Gimnasio Moderno y Los Nogales y la Universidad de los Andes, que todavía pretenden dizque orientar la marcha del pensamiento nacional.

 

Aunque muy pocos lo dicen y más pocos aún lo describimos en nuestras novelas, en Colombia, desde Puerto Tejada hasta Barrancabermeja, desde Barranquilla hasta Tuluá, desde Buga hasta Natagaima, y en un poco más de 200 municipios se armó la rebelión aquel 9 de abril de 1948 y las turbas liberales enfurecidas, apenas alentadas desde las emisoras que los rebeldes se había tomado en protesta por la muerte del caudillo, salieron a hacer casi todas lo mismo: asaltar ferreterías, quemar iglesias y acabar con símbolos conservadores. En total se constituyeron 106 Juntas Revolucionarias  Municipales y en todas ellas, menos en Bogotá donde también hubo una, se tomaron el poder, destituyeron los alcaldes y comenzaron a gobernar. Mataron 5 curas, entre ellos al de Armero, recién beatificado por el papa argentino, quemaron 11 iglesias y se tomaron 14 emisoras. No duraron mucho tiempo. Como los jefes liberales antigaitanistas pactaron con Ospina Pérez, el presidente en ejercicio, asustados de la hoguera en que se había convertido Bogotá, las Juntas Revolucionarias de la Provincia, sin armas, y sin que nadie las dirigiera desde la capital fueron cooptadas municipalmente por el ejército y en menos de 14 días se puso punto final a esa aventura gaitanista espontánea que se convirtió en la demostración de cómo el país provinciano pudo rebelarse contra un régimen, así se haya equivocado de plano por la orfandad de liderazgo.

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