Nos hace falta campo
Laura Valentina Giraldo
Universidad de Manizales
A las cinco de la mañana ya está despierto con su primer café en la mano, con la estufa de leña prendida y la casa caliente, con su ruana gastada y húmeda, siempre caliente, siempre dispuesta, siempre útil; ya fue por su caballo, lo aseó un poco y lo enlazó, solo espera un pequeño rayo de luz para comenzar sus labores. Mientras tanto, su esposa ya tiene a los niños listos, bañados y uniformados, ya peinó la cabellera rubia de su niña, ya dio de comer a los ordeñadores que, después de una fría madrugada, llegan de sus ordeños con frío y hambre a comer y dormir un poco.
A las 5:30 de la mañana se fueron sus niños al colegio, medio dormidos, medio con frío, ya ensilló su caballo, puso su freno y beso a su esposa, ya está listo para enfrentar otro día, con un viento más frío, con una lluvia más inclemente, con un sol que quema más, con un frío que viene del Nevado del Ruiz y llega hasta sus huesos. Sin ser excluyentes, esta es la realidad de cualquier persona del campo en todo el territorio nacional.
Poco se habla del campo en una época donde los niños citadinos creen que los huevos vienen de la nevera y la leche de una caja. Se habla todavía menos de la gente, del campesino que llena nuestras mesas con comida, porque si hay héroes en este mundo son los campesinos, aquellos que se levantan antes de que amanece y se acuestan después de que oscurece, porque el campo no conoce de horarios de oficina y trabaja veinticuatro horas, los siete días de la semana.
Hoy, en una sociedad tan globalizada, tan conocedora de todo, pero tan ignorante de lo más básico, se desconocen las labores del campo, el sacrificio detrás de cada bolsa de leche, de cada papa, de cada huevo, de cada pedazo de carne; se desconoce de animales, de agricultura, se desconoce de la vida. Temo recordarles que, sin el campo, un país como Colombia es solo una linda postal.
El campo, tan abandonado, tan ignorado, es el que sostiene toda nuestra realidad. No somos un país industrializado, pero tenemos la materia prima que nos sostiene a nosotros y a una buena parte del mundo; también es necesario reconocer no solo a los grandes productores, sino a los pequeños, y resaltar lo que hicieron por todos nosotros en una época pandémica donde todo paró, todo menos el campo, pues, pese a las necesidades que tuvimos en aquellos momentos, en los supermercados jamás se habló de desabastecimiento y en las mesas jamás faltó la comida. Fueron estas personas de botas y ruana, de jeans gastados, de camisas transparentes, de sombrero y de sudor, quienes nos permitieron quedar en casa, aun cuando ellos tenían el doble de trabajo, porque las ciudades pararon, pero el campo tuvo que ser la columna vertebral de una sociedad al borde del colapso.
Poco se habla hoy del campo, pues siempre pensamos en desarrollo, en economía, en industria. En algún momento, esperemos que no muy lejano, la sociedad colombiana entenderá que los ladrillos no se comen, que el cemento no se bebe, que las industrias no funcionan sin materia prima y que la materia prima está en el campo colombiano, no en una oficina de la ciudad.